A unos que alardeaban de su propia rectitud y despreciaban a todos los demás, Jesús les contó esta parábola: En cierta ocasión, dos hombres fueron al Templo a orar. Uno de ellos era un fariseo, y el otro un recaudador de impuestos. El fariseo, plantado en primera fila, oraba en su interior de esta manera: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque yo no soy como los demás: ladrones, malvados y adúlteros. Tampoco soy como ese recaudador de impuestos. Ayuno dos veces por semana y pago al Templo la décima parte de todas mis ganancias”. En cambio, el recaudador de impuestos, que se mantenía a distancia, ni siquiera se atrevía a levantar la vista del suelo, sino que se golpeaba el pecho y decía: “¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador”. Os digo que este recaudador de impuestos volvió a casa con sus pecados perdonados; el fariseo, en cambio, no. Porque Dios humillará a quien se ensalce a sí mismo; pero ensalzará a quien se humille a sí mismo. (Lucas 18:9-14)
Jesús explicó esta parábola para confrontar a aquellos que se sienten superiores en su propia rectitud y, consecuentemente, eso les lleva a un desprecio hacia todos los demás, a los que considera claramente inferiores. Al leer este relato pensaba, inevitablemente, en mi propia vida y mi tendencia natural -que no saludable ni correcta- de compararme con otros; casi siempre aquellos que la comparación resulta altamente positiva para mí. Eso me ha llevado a reflexionar.
Me doy cuenta que básicamente hay dos grandes actitudes con relación a nuestra realidad como seres humanos y que están representadas por los personajes de esta parábola. La actitud del recaudador de impuestos. Se trata del reconocimiento de nuestra miseria moral y espiritual como seres humanos. Cuando uno tiene una percepción correcta de sí mismo no puede sino aceptar el hecho de nuestra indignidad. Cuanto más me conozco más reconozco el mal en mí y esa increíble brecha moral que el pecado ha generado en mi experiencia como ser humano. En ocasiones me horrorizo de las cosas que soy capaz de pensar, sentir y desear y al enfrentarme con mi propia humanidad no puedo sino exclamar, como lo hizo el recaudador, «ten compasión de mí que soy pecador». Entiendo que única y exclusivamente la gracia me permite ser aceptado por Dios y partiendo de esa aceptación del Padre comenzar a trabajar en mi propia aceptación. El reconocimiento y aceptación es el primer y necesario paso para cambiarla.
La actitud del fariseo. Este no puede aceptar su propia realidad caída, su propia miseria moral y, por tanto, para poder suavizar la enorme tensión que eso le produce recurre a la comparación con otros. Pero esos otros deben ser moralmente inferiores a él, deben ser más miserables, peores, porque únicamente de este modo podrá sentirse mejor y podrá vivir con sus propias contradicciones. La comparación con el otro le genera una falsa superioridad moral que le permite vivir consigo mismo a fuerza de despreciar a otros como indica su expresión, «te doy gracias porque no soy como los otros».Jesús es muy claro al explicar que el primero fue aceptado por Dios mientras que el segundo fue rechazado.
¿Cuál de las dos actitudes te reflejan mejor?
Félix Ortiz